14 de enero de 2017

El plátano


El plátano bien podría ser el mejor amigo del venezolano. Es el acompañante incondicional de todos nuestros sabores y un descanso entre el perejil y el ají que pueblan nuestra gastronomía. El plátano frito, he de acotar, en aceite muy caliente, conduce los grandes guisos y los nobles contornos hasta el destino feliz de nuestra boca, donde establecemos una conversación abierta y directa con su sabor y donde finalmente nos rendimos ante su fantasía. 


Lo que hoy me permite viajar a Venezuela, no es un avión, sino el sabor de un auténtico plátano amarillo pintón, firme y en su punto exacto de maduración. Parecía caído de las nubes y no de un árbol. Desconozco su origen, pero para mí, era como un fruto cosechado en algún cerro oriental. Nada que envidiar al auténtico plátano venezolano, concebido para inyectar azúcar, color y vida a todo guiso y a toda sartén.

El plátano no es un aperitivo, no es un entrante, no es un contorno; es todo esto al mismo tiempo. Relegado de bodas y banquetes, integrado a todo el Caribe, a toda Latinoamérica. Relleno perfecto de arepas, empanadas, pasteles y tortas; incluso él mismo admite ser rellanado. Dulce y también salado. Verde o maduro. Acepta horno, grill y leña. Es versátil. El más auténtico símbolo cultural de nuestra tradición culinaria. Su presencia es diaria y obligatoria. De él se desprenden un millón de recetas, que la vida de ninguna cocina alcanzará para preparar.

El plátano es también un recuerdo, una vuelta a los platos maternos y un encuentro con los sabores olvidados, que finalmente han resistido al paso del tiempo y continúan muy bien guardados en el paladar. Hoy lo comparto con amigos (Nacho y Dani), y dejó caer en sus mesas y en sus corazones una pequeña porción, frita, dulce y caliente, del país más lindo del mundo: Venezuela.

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