El plátano bien podría ser el mejor amigo del venezolano.
Es el acompañante incondicional de todos nuestros sabores y un descanso entre
el perejil y el ají que pueblan nuestra gastronomía. El plátano frito, he de
acotar, en aceite muy caliente, conduce los grandes guisos y los nobles
contornos hasta el destino feliz de nuestra boca, donde establecemos una
conversación abierta y directa con su sabor y donde finalmente nos rendimos
ante su fantasía.
Lo que hoy me permite viajar a Venezuela, no es un avión,
sino el sabor de un auténtico plátano amarillo pintón, firme y en su punto
exacto de maduración. Parecía caído de las nubes y no de un árbol. Desconozco
su origen, pero para mí, era como un fruto cosechado en algún cerro oriental.
Nada que envidiar al auténtico plátano venezolano, concebido para inyectar
azúcar, color y vida a todo guiso y a toda sartén.
El plátano no es un aperitivo, no es un entrante, no es
un contorno; es todo esto al mismo tiempo. Relegado de bodas y banquetes, integrado
a todo el Caribe, a toda Latinoamérica. Relleno perfecto de arepas, empanadas,
pasteles y tortas; incluso él mismo admite ser rellanado. Dulce y también
salado. Verde o maduro. Acepta horno, grill y leña. Es versátil. El más
auténtico símbolo cultural de nuestra tradición culinaria. Su presencia es
diaria y obligatoria. De él se desprenden un millón de recetas, que la vida de
ninguna cocina alcanzará para preparar.
El plátano es también un recuerdo, una vuelta a los
platos maternos y un encuentro con los sabores olvidados, que finalmente han
resistido al paso del tiempo y continúan muy bien guardados en el paladar. Hoy
lo comparto con amigos (Nacho y Dani), y dejó caer en sus mesas y en sus
corazones una pequeña porción, frita, dulce y caliente, del país más lindo del
mundo: Venezuela.
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