Despertó en medio de la noche, en un autobús a oscuras
que viajaba de Málaga a Madrid. El cielo era negro y cerrado. El mes de agosto
fue corto y caluroso. Está volviendo.
De pronto volver se convirtió en su auténtico hogar. El
bus de Madrid a Porto, que antes va a Salamanca y después a Guarda y a Viseu,
viaja lento pero es confortable. El tren, el avión y el barco. El de Puerto La
Cruz a Margarita, un muchacho solo que viaja sin su madre y que sobre el mar,
sueña con las gaviotas y se cree una de ellas.
No hace frío ni calor, la nave parece no moverse, pero en
realidad está avanzando y abriéndose en el mar. Puede que un delfín se asome en
medio de la oscuridad del Caribe, y él desde la baranda pueda oírlo.
En el avión de San Cristóbal a Maiquetía queda
incomunicado. En el aire no hay señales de vida. No aterriza nunca y no baja a
Caracas en taxi porque ahí estará su madre durmiendo.
En el bus de Medellín a Cúcuta se cree fuerte, pero es él
el que duerme indefenso. No sabe quiénes le rodean porque está muriendo y tema
al regreso. Bebe brebajes insólitos, medicamentos de caminos que prometen
salvarle y hacerle eterno. Sueña toda la noche.
En la carretera que va a Oriente, se detiene delante de
una mazorca gigante de cacao, que anuncia los chocolates supremos de la tierra.
Va oliendo el paisaje y probando todos sus quesos, para llegar todavía con el
estómago vacío al patio donde le esperan todos los dulces maternos.
En el avión de regreso, alguien quiere su sitio. Lo sede
y ocupa un asiento que no es el suyo, se cree otro y se inventa un Gabriel
nuevo; para aterrizar en Lisboa antes de que termine el verano y se lleve con
él todos los tristes recuerdos. El hogar, el país, el primer amor y el
chocolate con queso.
Y en la carretera estrecha de Maturín a Caripe un río le
salva la vida. Allí es un niño que escribe cuentos. El río sigue su camino
mientras él sube montañas arriba y baja del Ávila en un teleférico; atraviesa
el bosque y la neblina para volver a Caracas y después, por otra carretera
maltrecha de polvo, que desfila al borde de un cerro andino, y que atraviesa túneles
en ruinas, para llegar a Lima en medio de un tráfico infierno. Hace frío, pero
hay té de coca para calentarse. Todos lo están bebiendo.
Como en el ferry que cruza a Tánger, para devorar y reír,
para caminar y comprar especies de sabores profundos e intensos, que durarán
años en la despensa de la cocina de Porto, donde está viviendo. Donde ha vuelto.
Donde se ha detenido de nuevo y donde vuelve a ser un niño que quiere ser
gaviota y que escribe cuentos.
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