De la dulce miel de Lima, de su cielo gris y de sus
montañas de niebla y gotas de agua; al mar salado de Málaga, a las calles
apretujaditas, al sol y a los amigos, solo hay un día de viaje. Y un día no es
nada.
Me encanta pisar Colombia aunque sea por unas horas. Las
suficientes para tomar café y zumo de lulo, porque en Colombia también fui y,
como digo, un día no es nada si al final de él hay un avión, pero da para mucho
a alguien que se sabe de paso.
Y Málaga, siempre Málaga. Finalmente Málaga. Antes y
después. Esas calles que me han visto llorar, reír, embriagarme. Esas calles
que me han aplaudido y dado una patada en el culo. Esas calles en las que me he
confesado, revolcado y tantas veces enamorado. Esa, que es cada vez más pequeña,
más lista, más rápida y más segura que yo. Esa, gris y azul, antigua y
cosmopolita. A esa Málaga, otra vez, como siempre, como parece ella misma
preferirlo, por cualesquiera que sean las razones, de nuevo digo adiós.
Entre ella y Madrid, que se sepa, no hay seis horas de
distancia en bus, sino dos meses y ocho días de inspiración y trabajo.
Y esto no lo escribo desde la nostalgia, mucho menos
desde el resentimiento, quizá tampoco desde el amor; lo escribo simplemente desde
el Barrio de Las Letras, saboreando un delicioso batido de guayaba en un café
madrileño. Que también, por cierto, me hace viajar, pero de otra forma, a
través de su sabor rosado, ácido y dulce, hasta la mermelada de guayaba de mi
mamá, y de ahí al membrillo, otra especialidad suya. Lo cual me tranquiliza, me
da confianza, «El próximo autobús a Oporto, por favor»>. Porque siempre, sin
falta y religiosamente, por todo camino que emprendo, como en este, me la voy
encontrando.
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