No estoy en Oporto. Pasó de largo el autobús. Vi algo,
pero no estoy en Oporto. Estoy en una habitación pequeña, piso de madera y
techo alto. Lámpara de pie, puerta con cristalera y esplendidas ventanas que me
ahogan de luz. No hay escritorio, pero lo pido y enseguida llega. Estoy
completo.
Como hace mucho frío, no puedo abrir las ventanas. Pero puedo asomarme y Cuando lo hago, veo calles que van de cabeza, empinadas hacía abajo, cayéndose sobre una loma y que parece que van a desembocar a un río, que también distingo desde aquí. Se llama Douro, pero no estoy todavía en Oporto.
El frío se mete en la habitación, quiéralo yo o no, y sacarlo cuesta la vida. Salir, dar dos pasos más allá de mi puerta, hasta la cocina o el salón, cuesta la vida, porque ahí está él, esperándome descalzo en la oscuridad, sonriendo, decidido, fuerte: el frío y su aliada, la humedad; para cortarme el paso y empujarme de nuevo hacía dentro, con mi escritorio y mis tazas de té; para recordarme que la casa es suya, no mía. Yo, pasivo, obedezco y me postro ante mis libros, a los que ya les he construido un altar. Me esperan Cultura y simulacro (Baudrillard) y La muerte de Honorio (Otero Silva). Somos nosotros tres, solos contra el mundanal frío de este mes que no se acaba y que, de paso, cuenta con un día más. Juega con ventaja.
Y aquí estoy. Afuera sigue lloviendo. Me muevo en metro, de Bolhão a Maia. Pruebo mis primeros pastéis de Belém, bacalao en distintas presentaciones, unos cuantos cafés. Asomo la cabeza de vez en cuando y algo sí que logro ver. Pero nada, no es suficiente, sigo sin estar y sin ser. Adelanto una serie, ya casi acabo la segunda temporada. Afuera parece que hiela, pero no, solo son unas gotas de agua que caen con ensañamiento y fuerza, que son la viva expresión, melancólica y perversa, de lo qué es el frío. Soy un personaje perdido de La tormenta de nieve (Tolstoi). Sigo recluido.
Como hace mucho frío, no puedo abrir las ventanas. Pero puedo asomarme y Cuando lo hago, veo calles que van de cabeza, empinadas hacía abajo, cayéndose sobre una loma y que parece que van a desembocar a un río, que también distingo desde aquí. Se llama Douro, pero no estoy todavía en Oporto.
El frío se mete en la habitación, quiéralo yo o no, y sacarlo cuesta la vida. Salir, dar dos pasos más allá de mi puerta, hasta la cocina o el salón, cuesta la vida, porque ahí está él, esperándome descalzo en la oscuridad, sonriendo, decidido, fuerte: el frío y su aliada, la humedad; para cortarme el paso y empujarme de nuevo hacía dentro, con mi escritorio y mis tazas de té; para recordarme que la casa es suya, no mía. Yo, pasivo, obedezco y me postro ante mis libros, a los que ya les he construido un altar. Me esperan Cultura y simulacro (Baudrillard) y La muerte de Honorio (Otero Silva). Somos nosotros tres, solos contra el mundanal frío de este mes que no se acaba y que, de paso, cuenta con un día más. Juega con ventaja.
Y aquí estoy. Afuera sigue lloviendo. Me muevo en metro, de Bolhão a Maia. Pruebo mis primeros pastéis de Belém, bacalao en distintas presentaciones, unos cuantos cafés. Asomo la cabeza de vez en cuando y algo sí que logro ver. Pero nada, no es suficiente, sigo sin estar y sin ser. Adelanto una serie, ya casi acabo la segunda temporada. Afuera parece que hiela, pero no, solo son unas gotas de agua que caen con ensañamiento y fuerza, que son la viva expresión, melancólica y perversa, de lo qué es el frío. Soy un personaje perdido de La tormenta de nieve (Tolstoi). Sigo recluido.
Me armo con estufa, mantas, pijama, cubrecama, guantes de
dedos afuera, calcetines térmicos, tazas calientes, ya de lo que sea… café,
infusión, smoothie… Estoy listo para librar esta batalla, que de momento voy
perdiendo. Sigo encerrado y creyendo; seguro, segurísimo, a pesar del largo viaje, de la hora menos y del idioma; que aún, no estoy en Oporto.
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