Viajar es alejarse, es tomar distancia. Es contemplar la
vida, esta, la anterior, y casi podría decirse que la futura. En el viaje, te
arrinconas y te escondes. Te desplazas no solo por los espacios, pues, cuando
uno recorre kilómetros, recorre también las horas pasadas; y el tiempo se transforma
en algo que casi puedes tocar; en una maleta, tal vez, que pesa, que arrastras
también en tu recorrido. Viajar es retroceder lo vivido, es avanzar, porque
cuando se viaja, se va hacia adelante y hacia atrás, simultáneamente, al mismo
tiempo que se sostiene con una mano, todo lo que te ata a la vida. Lo poco o lo
mucho, cabe, sí, porque viajar es renunciar, es retirarse, es declinar sobre
tus propios hombros, los ajustes de los errores y los favores de los aciertos.
Es también un acto de valentía, es heroicidad y coraje,
es verte en tus limitaciones y es verte en tus talentos. Y en parte,
tristemente, una ilusión, un bar con hora de cierre en el que embriagas tus
anhelos a contrarreloj. Donde, con alcohol o sin él, en compañía o sin ella,
sepultas tus debilidades y eres feliz más allá de la naturaleza de tus actos.
Porque en el viaje nadie te juzga, más que tú mismo. Se es inocente de todo. El
viaje es un inicio o un final, es la alternativa a la rutina, a lo diario, a lo
rancio y manido, a lo húmedo y viejo, por ello, un viaje es también una
revolución, un cambio, una parada, un stop, en el que la mente aprende de nuevo
a pensar, y el corazón, entre soledad y silencio, a querer.
Viajar es, pues, huir, es correr en dirección contraria,
es escapar, esconderse, disfrazarse. También es encuentro, exploración, regreso
y refugio, exorcismo y reconciliación. Es desnudez y confesión, pero sobre
todo, es libertad. Porque en el viaje, ese limbo de fantasías, esa insurrección
de los sueños, más que poder ser uno mismo, se puede ser quien
uno quiera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario