8 de marzo de 2016

Ser quien uno quiera

Viajar es alejarse, es tomar distancia. Es contemplar la vida, esta, la anterior, y casi podría decirse que la futura. En el viaje, te arrinconas y te escondes. Te desplazas no solo por los espacios, pues, cuando uno recorre kilómetros, recorre también las horas pasadas; y el tiempo se transforma en algo que casi puedes tocar; en una maleta, tal vez, que pesa, que arrastras también en tu recorrido. Viajar es retroceder lo vivido, es avanzar, porque cuando se viaja, se va hacia adelante y hacia atrás, simultáneamente, al mismo tiempo que se sostiene con una mano, todo lo que te ata a la vida. Lo poco o lo mucho, cabe, sí, porque viajar es renunciar, es retirarse, es declinar sobre tus propios hombros, los ajustes de los errores y los favores de los aciertos.


Es también un acto de valentía, es heroicidad y coraje, es verte en tus limitaciones y es verte en tus talentos. Y en parte, tristemente, una ilusión, un bar con hora de cierre en el que embriagas tus anhelos a contrarreloj. Donde, con alcohol o sin él, en compañía o sin ella, sepultas tus debilidades y eres feliz más allá de la naturaleza de tus actos. Porque en el viaje nadie te juzga, más que tú mismo. Se es inocente de todo. El viaje es un inicio o un final, es la alternativa a la rutina, a lo diario, a lo rancio y manido, a lo húmedo y viejo, por ello, un viaje es también una revolución, un cambio, una parada, un stop, en el que la mente aprende de nuevo a pensar, y el corazón, entre soledad y silencio, a querer.

Viajar es, pues, huir, es correr en dirección contraria, es escapar, esconderse, disfrazarse. También es encuentro, exploración, regreso y refugio, exorcismo y reconciliación. Es desnudez y confesión, pero sobre todo, es libertad. Porque en el viaje, ese limbo de fantasías, esa insurrección de los sueños, más que poder ser uno mismo, se puede ser quien uno quiera.

 

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