24 de octubre de 2016

Llover y mojarse

El cielo cocina su mejor lluvia con nubes de vino y vientos de castañas asadas, el olfato se crispa cuando el agua cae y Oporto se deshace en una humedad terrible que no sabe de abrigos. A mi boca viene de repente un delicioso sabor a piña. Pero no es piña de verdad, sino un recuerdo. Paladar y mente juegan. Cualquier recoveco es aliado de la espera, mientras el paraguas se arma de valor, porque vivir aquí es hacer de la lluvia sangre y comulgar con ella en sus sentimientos más hondos, donde van a parar todos aquellos pensamientos que no saben nadar, como este, que se moja antes de salir de casa, porque ya vio al cielo, sabe que va llover y se va a mojar.

 

La neblina se confunde con la humareda de las castañas, con el humo de los cigarros, con la lluvia y con la noche que empieza a caer con su frío, en el abrigo improvisado de la gente que ya sabe lo que está ocurriendo, lo que sigue y lo que hay que hacer. En el íntimo dialogo entre Oporto y su gente, hay exigencias innegociables y hay licencias para los contados días de sol. Para las nubes que no son de agua y para las calles resbalosas por donde ruedan chorros y litros. Los pasos apurados, la paciencia, el estorbo del que no sabe a dónde ir, el turista desprevenido y la tienda que cierra temprano.
 
Yo soy un extranjero que trae sus propias lluvias en la sangre. El chaparrón, el palo de agua, la garúa, la llovizna, el rocío mañanero, la tormenta y el huracán del Mar Caribe. Está chispeando en mi mente y está lloviendo en Oporto. Vuelvo como por arte de magia a las cunetas de mi barrio, convertidas en ríos de fuertes corrientes, por donde ruedan palos y piedras. Los niños traviesos salen a remojar su inocencia en agua sucia, lanzándose de cabeza en los charcos del suelo, o posándose debajo de las goteras de los filos de los techos, convertidas en verdaderas cascadas; turnándose para compartir el agua, aquella agua tibia caída del cielo que sabe a tierra, a remedios, a hierbas. También se inflan los cachetes con ella para luego ir a repartirla a sus amigos a modo de fuente. Es un gozo.


Decían los adultos que la primera y la última lluvia del año eran las más fuertes, pero también las más sanas, las únicas recomendables para los niños asmáticos. Yo era uno de esos niños que miraba tras la ventana, pero que llegada una de estas dos ocasiones, gozaba del privilegio inmenso de mojarse, de patear el agua, de resbalarse, de saltar y de inundar los pulmones, aunque fuera para ir a secarse pronto, porque qué más quisiera uno a esa edad que pasar el día entero bajo la lluvia. A la vuelta de mis travesuras siempre estaba ella, mi madre, con una toalla amorosa y seca, para desnudarme de un sopetón y meterme a la ducha. Cuando pienso en las poquísimas veces que pude darme uno de estos gloriosos baños, pienso en ella, protegiéndome, lidiando con el asma con remedios caseros y naturales. Uno de ellos, elaborado a base de piña, aparece siempre en la memoria de mi gusto cada vez que llueve. Es dulce y ácido, como estos momentos en los que me hallo escondido, protegido del aguacero, y en los que dudo entre si correr a través del agua, o permanecer quieto hasta que escampe. Afortunadamente, el asma es cosa del pasado. 
Cierro el paraguas y voy hasta el puesto de castañas, donde, entre el humo, no se distingue ningún rostro, a penas las manos de quienes cambian monedas por cartuchos calientes; luego sigo corriendo hasta volver a casa. Es otoño en Oporto, e irremediablemente hay que mojarse.





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