Sí algo he aprendido en estos últimos años, es que
existen muchas formas de viajar. Volver a Venezuela me ha sido posible siempre
a través de los sabores, allá donde voy están también mis manos y mis arepas. Pero
en ocasiones, no es la geografía ni la gastronomía lo que busco, sino a las
personas y al hogar. Hasta allí es más difícil llegar, creo, sin el desplazamiento
físico que implica tener frente a frente a los seres queridos. Estrechar en
abrazos y besos todo el sentimiento de amor por el que estoy unido a ellos para
siempre, fortalecer los lazos, poner al día la amistad, renovar las relaciones,
alimentarlas con cuentos e historias, hacer míos sus anhelos y poder descargar en
ellos también todo lo que me pueda pesar. O no.
He aprendido, como digo, a viajar hasta ellos de una forma mágica por medio de la música. Cuando partes, cuando dejas atrás a los seres queridos, ellos se convierten en melodía, viajan contigo también de forma incógnita a donde sea que uno esté. Forman parte de mí y de mi viaje, a ellos regreso en forma de recuerdos siempre que mi nombre roza sus memorias, pero ellos viven en mí, en cambio, siempre que el ritmo de una canción los invoque en mi presencia.
Mi padre es Chaparralito llanero, un joropo venezolano de los años setenta. Cuando escucho esta canción folclórica tan venezolana, estoy con él y él está conmigo, abrazándonos a través de la música. Ese es el viaje al que me refiero. Puedo oler sus canas, puedo tocar sus camisas planchadas de lino y puedo oírlo a además regalarme sus tranquilas palabras de afecto, porque yo soy su hijo y él es mi padre, al que siempre encontraré en Reynaldo Armas, Jesús Sevillano o Gualberto Ibarreto.
Mi tía Ana es Alfonsina y el mar, una zamba argentina también de los setenta que ha cruzado todos los países de nuestro continente latinoamericano, es una canción universal y atemporal que me reúne con mi tía siempre que suene, entonces mis oídos duermen y pueden sentir su compañía en una playa de Lechería, donde siempre me llevaba, en un dulce de coco que bien podía salir gritando de las panaderías con su olor; o en una película en blanco y negro, tía y sobrino unidos por el amor al cine, ella sabia y conocedora ultra de todo Hollywood, yo un muchacho que apenas está despertando.
He aprendido, como digo, a viajar hasta ellos de una forma mágica por medio de la música. Cuando partes, cuando dejas atrás a los seres queridos, ellos se convierten en melodía, viajan contigo también de forma incógnita a donde sea que uno esté. Forman parte de mí y de mi viaje, a ellos regreso en forma de recuerdos siempre que mi nombre roza sus memorias, pero ellos viven en mí, en cambio, siempre que el ritmo de una canción los invoque en mi presencia.
Mi padre es Chaparralito llanero, un joropo venezolano de los años setenta. Cuando escucho esta canción folclórica tan venezolana, estoy con él y él está conmigo, abrazándonos a través de la música. Ese es el viaje al que me refiero. Puedo oler sus canas, puedo tocar sus camisas planchadas de lino y puedo oírlo a además regalarme sus tranquilas palabras de afecto, porque yo soy su hijo y él es mi padre, al que siempre encontraré en Reynaldo Armas, Jesús Sevillano o Gualberto Ibarreto.
Mi tía Ana es Alfonsina y el mar, una zamba argentina también de los setenta que ha cruzado todos los países de nuestro continente latinoamericano, es una canción universal y atemporal que me reúne con mi tía siempre que suene, entonces mis oídos duermen y pueden sentir su compañía en una playa de Lechería, donde siempre me llevaba, en un dulce de coco que bien podía salir gritando de las panaderías con su olor; o en una película en blanco y negro, tía y sobrino unidos por el amor al cine, ella sabia y conocedora ultra de todo Hollywood, yo un muchacho que apenas está despertando.
Así es mi viaje, así voy y vengo donde quiera que el alma
me pida ser y estar. Todos ellos son una canción diferente que suenan en mis
pies y siguen mis pasos. Yo no puedo escapar de ellos, soy deudor de sus
mensajes y los bailo en un viaje de regreso a casa, desde la distancia en la
que duermo. Yo aún los sigo, los busco y los encuentro en todas las ciudades en
las que he estado, y es lo que me permite seguir viajando, es lo que me permite
seguir lejos, sin que nada de lo que ellos representan, cambie o se olvide en
las distancias que recorro, en las nubes que atravieso o en las calles del
mundo por donde estoy caminando.
Hasta mi primo Emiliano es posible llegar con Vuela, vuela, un tema pop de los noventa, un cover del grupo Magneto que idealizó su adolescencia y me llevó a admirarlo a lo largo de toda mi niñez. Si a alguien quise parecerme, era a él. Por el contrario a otros de mi generación cuyos referentes estaban en la televisión o en los cómics, el mío era real, de carne y hueso, podía verlo y tocarlo todos los sábado. Yo quería parecerme a mi primo más que a nada en este mundo y ahora lo consigo toda vez que lo necesito, cuando vuelvo a su yo adolescente y el sigue enseñándome todo lo que un niño debe saber y que sus padres nunca sabrán enseñarle.
Y claro, viajo hasta mi madre. Un mapa complejo de melodías, una lista interminable de géneros que me permiten tenerla de vuelta todo el rato que duren cada una de sus canciones. El Curruchá, de Jesús Sevillano, la cual podía seguir perfectamente sin tropezar. Sugar sugar de Los Archies o cualquiera de Sandro o José Luis Perales. Pero sobre todo, con su canción favorita: Little Green apples, en inglés o en español, para ella, la canción más bella del mundo, una balada soul que ojalá no acabara nunca. Hoy, un dulce recuerdo que me lleva directamente hasta sus brazos en un viaje más allá de las distancias. Ambos nos acercamos y tarareamos su melodía hasta encontrarnos en todo lo que nos une. La canción se hace corta, faltan letra y música, falta espacio y tiempo. No debería tener fin. Yo debería estar con ella en Venezuela. Volver. Regresar a ellos y acabar mi viaje. Bajar el volumen y abrazar sus cuerpos, dejar de escribir para siempre, cruzar por última vez el camino a casa, convertirme también y para siempre en una canción en la que viajar.
Hasta mi primo Emiliano es posible llegar con Vuela, vuela, un tema pop de los noventa, un cover del grupo Magneto que idealizó su adolescencia y me llevó a admirarlo a lo largo de toda mi niñez. Si a alguien quise parecerme, era a él. Por el contrario a otros de mi generación cuyos referentes estaban en la televisión o en los cómics, el mío era real, de carne y hueso, podía verlo y tocarlo todos los sábado. Yo quería parecerme a mi primo más que a nada en este mundo y ahora lo consigo toda vez que lo necesito, cuando vuelvo a su yo adolescente y el sigue enseñándome todo lo que un niño debe saber y que sus padres nunca sabrán enseñarle.
Y claro, viajo hasta mi madre. Un mapa complejo de melodías, una lista interminable de géneros que me permiten tenerla de vuelta todo el rato que duren cada una de sus canciones. El Curruchá, de Jesús Sevillano, la cual podía seguir perfectamente sin tropezar. Sugar sugar de Los Archies o cualquiera de Sandro o José Luis Perales. Pero sobre todo, con su canción favorita: Little Green apples, en inglés o en español, para ella, la canción más bella del mundo, una balada soul que ojalá no acabara nunca. Hoy, un dulce recuerdo que me lleva directamente hasta sus brazos en un viaje más allá de las distancias. Ambos nos acercamos y tarareamos su melodía hasta encontrarnos en todo lo que nos une. La canción se hace corta, faltan letra y música, falta espacio y tiempo. No debería tener fin. Yo debería estar con ella en Venezuela. Volver. Regresar a ellos y acabar mi viaje. Bajar el volumen y abrazar sus cuerpos, dejar de escribir para siempre, cruzar por última vez el camino a casa, convertirme también y para siempre en una canción en la que viajar.
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