Mi segundo amor no lo vi
venir. Qué tonto. Qué tontos.
Nació en la calle. Sabía a
limón y a ají. Era un amor de cine, de libros, de música, de historias y
cuentos. De inventar historias y cuentos; y de creérnoslos.
Tuve un amor que duró un mes.
Tuve un amor que duró un mes.
Murió antes de tiempo.
Pero, mentira, vivió un poco
más, a base de mensajes, de detalles, de llamadas y de otras fábulas que
continuaron escribiéndose, inventándose, soñándose, más allá de las letras, en
el subconsciente de dos cuerpos que se pertenecen, al mismo tiempo que se están
perdiendo.
Mi amor era moreno marrón,
marroncito, rizado, zambito, dulce, flaco, cintura suelta y corazón grande,
gigante, inmenso.
Mi amor brilló de noche,
iluminó caminos, puentes, malecones y barrancos. Comió en la calle, descalzo,
dormido y despierto.
Soñó, imaginó, jugó, voló,
y aterrizó a la fuerza, sin estar listo, sin haberlo visto todo, sin saborear
los últimos sabores ácidos de nuestros cuentos.
Mi segundo amor me olvidó
primero, me quedé atrás, todavía escuchando aquella música, el ruido de
aquellas calles: las carruchas, las aves en la cubierta, las sirenas, los
conciertos, las voces nocturnas, las bicicletas y los autobuses bajando; feliz,
como digo, aún en la distancia, de creerlo tal vez más mío, que en realidad
nuestro.
En el último día de ese
amor hubo un avión y un desierto. Ya lo había soñado.
Fue un regalo, un detalle,
un paréntesis en este viaje que empezó en el Caribe y que me ha traído hasta
aquí, a mi última ciudad donde ayer dejé de creer, donde ayer pisé tierra (otra
tierra), y comencé, no muy convencido, a escribirlo todo, del primer al último sentimiento.
A vaciarme, a liberar parte de este equipaje, para seguir viajando ligero.
Que no es lo mismo que
olvidar, porque olvidar es otra cosa, que requiere mucho más valor, y yo no lo
tengo.
Escribí todo lo que no me
atrevo a decir, lo que no quiero ver, lo que no quiero aceptar; porque la
palabra escrita es más contundente, en ella existo, más que en la propia
realidad.
Al leer lo escrito,
comienzo a creer aquello que siento. Y a convencerme, ácidamente, de que la
verdadera realidad se haya más afuera, que dentro de aquellos cuentos.
Mi segundo amor era animal
y hombre, era maíz, agua salada, era sonrisa de niño con hoyuelos y labios
gruesos.
Era.
Era.
Mi amor dentro de un
limón, dentro de un cuento.
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