He salido a la calle a escribir este post. La habitación
se ha convertido en una especie de comando de campaña, donde trabajo más que
duermo.
Día sí, día no, me subo a una nube y vuelvo a creer en
los hombres y en las mujeres que son buenas porque sí y felices por
autodeterminación. Aquí en la ciudad me enamoro, leo, trabajo, como y ando. No
acabo de entenderla ni de quererla, pero sigo irremediablemente necesitándola… engullendo
sus tripas y su alma… A la sazón, me quedo sin hambre, sin tiempo y sin aire.
Es entonces cuando regreso a mis nubes y bajo renovado.
Mi amiga Diana también está enamorada, y trepa nubes en
avión (que así es más seguro) de Brasil a Argentina. Las nubes la llevan a su
amor y la traen de vuelta, porque del amor, también hay que volver.
En las mismas calles donde escribo, leo.
Leo Días de
infancia de Gorki, un regalo de mi tía Olga al que le estoy cogiendo mucho
cariño. Viajó conmigo desde Málaga, donde lo recibí; hasta Lima, donde lo engullo
con la misma pasión con la que mi tía me habló de él, la primera vez hace un
año, allá en Venezuela. Y lo leo acá, decía, porque un libro es también el
lugar en el que es leído, por eso leí Ifigenia
en el patio de mi abuela y El Principito
en mi habitación, aún hoy, todas las veces.
El libro es contundente, hermoso, duro en ocasiones y
claro, me ha trasladado a mis propios días de infancia. Inevitable. Aleksei, su
protagonista, soy yo en mi Puerto La Cruz natal, y yo soy él en Nizhni, Rusia.
No hay ninguna diferencia.
En aquellos días míos, veía un anime llamado Temple-Chan, en el que una niña perdida,
viajaba con sus amigos en busca de su hogar. Viajan en un globo que era
empujado por una nube que pensaba y hablaba. Yo fantaseaba con que era uno de
los personajes que iba subido en ese globo, Tamborín, y que en el fondo no deseaba
encontrar nunca tal hogar, porque el hogar era el globo y era la nube. Y nada
más.
Ahora, aquí, sentado escribiendo este post, han aparecido
de repente Tamborín, Aleksei y El Principito. Han venido a sentarse a mi lado. Aquí
estamos los cuatro en una plaza de Barranco, pensando juntos cada uno en su
amor. Se nubla. Se oye a lo lejos el sonido de un avión, pienso en Diana subida
en su nube. ¿O es un preludio? Se sigue nublando. Miro al cielo. El avión
aterriza allá en Florianopolis, Diana se baja, coge sus maletas y vuelve a su
vida. Sí, es un preludio. Su cielo está despejado, ya no hay nubes. También yo
subiré a ese avión; también yo volveré a la vida real, tarde o temprano, en una
nube.
Suelto el lápiz y me agarro fuerte del banco. Temo caerme
aunque estoy sentado. La ciudad está ahora toda envuelta de gris. Comienza a
elevarse y ya flota sobre el mar. Los tres niños sonríen, no me dejan solo. Yo
trato de poner punto y final, pero no puedo, no soy capaz. Mejor dejaré aquí el
lápiz y el papel. Dejaré sobre este banco estas letras, dejaré mis días de
infancia, una pluma de loro, el viento barranquino y unos granos de maíz, para
que nunca se les olvidé que una vez pisé la Tierra. Y mientras tanto seguiré volando
y enamorado. Regresaré y seré todo vuestro, que remedio, pero flotando, revolucionado,
convertido, pequeño, muy pequeño, y así, hasta que me pueda volver a subir,
como una gota de agua, a otra nube.
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