En la
cocada está todo el Caribe. En el coco: el mar y el azúcar.
La que
calma el calor, la que se lleva las palmeras consigo, la que estalla en la boca
en un carnaval, en un delirio de salsa, de trópico y de piedras mojadas.
La cocada
se menea al son del hielo. Baila entre la leche y la canela, y se deja llevar
por las manos morenas que la sirven hasta las otras manos que la esperan. Se
bebe gota a gota, porque en ella está el sabor cremoso de la tierra.
Elixir
dulce y feliz. Bebida fría y bendita, que se toma de camino, que se bebe del
Puerto a Lechería, que cruza contigo la aventura de ir a una isla y volver por
la tarde. Que te embriaga de magia marina y brisa salada.
Que te
revuelca, por último, en una experiencia deliciosa. Que te excita. Que te abraza
antes de que se ponga el sol y en las noches calurosas. Envenenada a veces con
ron, en Oriente o en cualquier lugar de la Costa. Del Caribe que se ahoga a los
pies de sus cocos, mientras te resistes a beberlo todo, para que no se acabe
nunca, para que no se le olvide al paladar que estás allí, en algún rincón de
Venezuela.