26 de octubre de 2015

Comerse a uno mismo

Lima ha querido comerme. De vez en cuando lo ha conseguido.
Yo también la he devorado; en calles, mercados, plazas, parques, ferias, restaurantes, casas de familia… Allá donde voy, muerdo, mastico, trago colores, especies, ajíes, limones y cebollas. A los pocos días de llegar, conocí a Sandra, una artista de la ciudad que me advirtió que comer, era el deporte nacional. Después de varios días, lo entiendo, porque a medida que yo me como la ciudad, ella me come a mí. En todos los sentidos que esto pueda entenderse.



Hace un año conocí a Antonio Román, fue nuestro guía en una ruta de senderismo (observación de aves incluida), entre Estepona y Marbella. Desde la distancia, dada por el hecho de que éramos un grupo grande, admiré todo su conocimiento. Unos meses después, cámara en mano, me tocó cubrir la presentación de su libro Las aves de la Gran senda de Málaga. La tercera vez que lo conocí, fue el mismo día que partí a Lima.
─¡Es la tercera vez que nos conocemos!
─(Risas).

Otra de las cosas que suelo devorar aquí, son películas. La última: Un albergue en Tokio de Ozu. En ella, un padre y sus hijos deambulan por la capital en búsqueda de una vida mejor. Los primeros minutos son angustiantes porque los personajes no logran conciliar sus caracteres con la gran ciudad. En general, es una película bastante triste.
Durante estas primeras semanas, me he sentido un poco como esos niños. No sé cómo lo hizo Ozu, pero cuando ves esas escenas, da la sensación de que el mundo se está riendo de ellos, y el mundo durante esos minutos, es Tokio. Como mi mundo es Lima.


Por cuarta vez Antonio y yo nos encontramos, esta vez aquí y no allá. Durante dos días hablamos de política y de aves, de mí y de él. Guía particular que me ha contado de alas, picos y plumas, allá donde quiera que la ciudad intentaba comernos.
Pero así como él habló de aves, yo hablé de nubes. Lo llevé al asentamiento humano donde estoy trabajando, en lo más alto de la ciudad, para que conociera de primera mano, el fenómeno. Esa tarde tuvimos suerte de encontrarnos con mucha neblina. Entonces recordé otra de las advertencias de Sandra: Cuando estás dentro de las nubes, acabas convirtiéndote en un atrapaniebla.
En los niños de Ozu, no solo me reconozco a mí, sino también a los niños del asentamiento. Algunos jugaron fútbol con Antonio. Gracias a ellos, entiendo también la obra de Sandra y su metáfora sobre las nubes, las promesas y los sueños; y todo aquello que en la vida intentamos atrapar y se nos escapa. Con ella tomé chocolate y con Antonio un ceviche. No siempre como solo.

Así, mientras comemos y nos comen, como Tokio a los suyos, Lima empieza a ser aquello que inconscientemente buscaba, el lugar en el que, de tanto descubrir, de tanto silencio, de tanta soledad… comienzo, entre nubes, a devorarme a mí mismo.


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