Y
anduve.
Primero
hasta Madrid, donde siempre me espera mi prima Oriana, donde me siento menos
extranjero, y donde me resfrié.
Ori
y yo entendemos la vida de una forma similar. Durante todo un día no hicimos
más que hablar de ello. Madrid se volvió invisible. No sabría decir qué calles
recorrí o que líneas de metro tomé. No hubo ciudad. Solo fueron sus palabras y
las mías, como amantes veroneses, entregadas ciegamente a sus ideales,
liberadas en las esquinas, en un café, en un Tiger mientras compraba candados
para las maletas, o en un aeropuerto, donde finalmente murieron en paz.
Pletóricas, felices de no saberse solas, en este mundo del revés.
Ando.
Subo a un avión y vuelo.
Durante
el vuelo veo Viaje a Darjeeling y
pienso en Martín porque adora a Wes Anderson. En la historia, tres hermanos
iracundos viajan por la India en busca de su madre, sin saberlo están
replanteándose constantemente su existencia y en esa misma búsqueda, de una
forma casi romántica, se deshacen precisamente de aquello que buscan. Cortan el
cordón umbilical, y, aunque no recuperan la cordura, al menos sí, el sentido de
sus vidas. Lo que me recuerda también las palabras de despedida de mi amigo
unos días antes de dejar Málaga, porque creo que el mensaje que oculta esta
película, es para él.
Aterrizo
en Bogotá y estoy encantado. Cierro los ojos y oigo el acento, las expresiones,
la musiquita en el hablar. Busco en mi móvil La tierra del olvido, la escucho sentado. Tomo café y zumo de lulo,
viajo en el tiempo hasta mis días colombianos. Siempre puede caber otro país en
el corazón. Oigo el “con gusto”, “bien pueda”, “me regala”... Sonrío, pienso en
Medellín y en la 70. Un viaje dentro de otro viaje. Duermo.
Al
día siguiente me subo a otro avión. El sueño casi me deja sin desayuno. Desde
aquí: Gracias a las aeromozas que me dieron de comer cuando desperté. Durante
el recorrido veo Los Andes; muchas montañas y nieve. Y así, tan rápido como
empezó todo, aterrizo en Lima.
Lo
primero que hago después de instalarme en el hostal… (mejor dicho, lo primero
que hago después de soltar las maletas en el hostal), es caminar hasta la playa
para, por primera vez, ver el Océano Pacífico. Bajo literalmente corriendo. Y allí,
en el malecón, lo que aquí llaman la Costa Verde, con aquella impresionante imagen
delante de mí, reposado sobre una baranda de metal, pienso asustado… que a lo
mejor soy como uno de los hermanos de la película de Wes Anderson, buscando lo
que no se me ha perdido; y que las últimas palabras compartidas con Oriana en
Barajas, ahora se me contradicen.
¿Quiénes
están realmente del revés, Ori, ellos o nosotros?
Veo
las olas, el mar inmenso y agitado, siento su fuerza, veo los rostros desconocidos
que me rodean, el cielo gris que cubre poco a poco toda Lima, y finalmente me
digo a mí mismo (en voz alta):
─¡Estás
loco!
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